Tarde de lluvia
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Historiadora. Ensayista. Periodista. Docente. Directora de las Revistas: "Galaxia Porteña" y "Opus Tango". - Miembro fundador de la "Peña de Historia del Sur”, de “GABA Historia y cultura" Presidenta de "Opus Tango, Cultura y Urbanismo". AUTORA DE LOS LIBROS: *"Influencias recíprocas, Estados Unidos-Argentina"; * "Estados Unidos y el Proyecto educativo de Sarmiento"; * "Cartas de Manuelita"; * "El año 36 en Boedo"; * "Boedo, Cultura y Sociedad"; * "Amor y desesperanza. Análisis de “los Textos eróticos del Río de la Plata” de Lehmann Nitsche"; * "Colletorto – Chivilcoy, éxodo y reconstrucción"; * "Porteñadas y lunfardías"
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Hoy te eché de menos por fortuita causa, te me quedaste aleteando en las manos vacías.
Se me llenaron los oídos de palabras perdidas, pero el corazón se me resignó, domesticado…
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Dijo Sherazade al califa:
- Hubo dos noches, en que interrumpí mis relatos, rey. En esas noches te di a cada uno de tus hijos -
*
*
*
El rey estaba tan embelezado con las palabras de la hija de su visir, que no comprendió que ella se multiplicaba.
Suelen ocurrirle a las mujeres dispersarse en frutos.
Suele ocurrir que los hombres se distraigan.
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Dejá entrar al silencio por el vórtice del placer.
Después, sin ruidos, permanecer ingrávidos, olvidados, complacidos.
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Mi estimado Teseo.
Soy Ariadna.
Aquella muchacha hija del rey de Creta, no sé si recuerdas, esa que te salvó de ser devorado por el minotauro y, a tu pueblo de pagar el tributo de donceles y doncellas. Aquella del talle fino y las piernas largas, la de las trenzas castañas que gustabas enredar entre tus dedos.
Esa que abandonaste a su suerte en las playas de Naxos, aprovechando que dormía, para huir con sigilo.
Te escribo, Teseo, porque es de amigos la gratitud y, en todos estos años, no pude expresarte mi reconocimiento a tu abandono.
Pero ahora, ante tanto comentario funesto sobre ti, ante ese estallido de risas en las tabernas llamándote antihéroe, me di cuenta de los años transcurridos.
Sé que estarás viejo rey de Atenas, que tus espaldas se curvarán, tu piel colgará flácida, tu cabello -si lo conservas- cano, tus deseos apagados y preparándote para cruzar las aguas del Estigia. Como comprenderás debía apresurarme.
Tantas calamidades se cuentan sobre ti... Dicen que no mataste al Minotauro. ¿Cómo es posible, si además del ovillo para que remontaras el laberinto, te di la espada mágica capaz de vencerlo.
Tanto me inquietan los rumores que consulté con las diosas, aunque podría haber encontrado las respuestas por mi misma. Podría, porque desde el momento aquél en que me abandonaste, me volví inmortal. Si me vieras, me reconocerías en el acto, Teseo. Nada he cambiado, mi piel aún es una magnolia.
A propósito ¿Cómo se encuentra Fedra, mi querida hermanita, esa que te arrancó de mi lecho para llevarte al suyo? Me han dicho que lleva la cabeza cubierta por paños negros, que algo la avergüenza. Y que no es sólo el haber enamorado a tu hijo Hipólito, sino algo relacionado con su madre. ¿Será es obra suya la muerte de Hipólita?
Vaya destino el tuyo Teseo... ¡ Qué penoso! Cuánto lo siento. Pudo ser sereno y armonioso... pero me abandonaste en Naxos.
Son las cosas de la Vida.
Hoy, bebiendo ambrosía de la copa de mi amado, me volvió el recuerdo de aquella mañana en que entró al puerto la embarcación de las velas negras, con su carga de atenienses reclamada para el sacrificio.
Te vimos bajar Fedra y yo; sobresalías entre todos. Tan guapo con tus muslos firmes, la espalda ancha, los pectorales de bronce y esa cabeza que parecía ornada de virtudes.
¡Cómo engañan las apariencias, Teseo!
Una sirvienta nos dijo que eras el hijo del rey de Atenas, llorábamos por tí, se acercaba el día en que entrarías al laberinto. No abandonabas mis pensamientos, ni de los de Fedra. ¡Mosquita muerta! Con razón no quiso permanecer en Creta aunque para ella no habría habido castigo. Y yo que me creí esa historia de que no abandonaría a su hermana mayor. ¡Hipócrita!
Para salvarte, compré al carcelero con el oro que adornaba mis trenzas y entregándote el ovillo y la espada te enseñé como usarlos.
En señal de gratitud tomaste mis manos.
- Tendrás que llevarme contigo, Teseo, porque la ayuda que te doy me condena a muerte. Los tuyos mataron a mi hermano, mi padre no perdonará esta traición.-
Juraste por los dioses, por el honor de tu padre y el resultado de tu empresa, que nunca me abandonarías.
Yo te creí, ¿Cómo no iba a hacerlo si tus ojos miraban a los míos y derramaban tiernas lágrimas? Después supe que el polen de las flores cretenses afectaba tu vista.
Me hiciste tuya en la noche de navegación. Te urgía conocerme, yo me entregué enamorada. Eran tan hermosos tus cabellos negros, tan apretado tu abrazo, tan resplandecientes tus palabras como azules los mares que atravesábamos.
Quedé rendida por los efectos del amor. Cuando nos detuvimos en Naxos, me recosté sobre la arena, apoyé la cabeza en mi brazo y me dormí profundamente.
Al despertar, tus naves estaban lejos, tan lejos que no oíste mis gritos.
Aún estaba en lo mejor de mi rabieta, cuando escuché una música deliciosa. Una procesión como jamás había visto avanzaba bulluciosa. Bellísimos jóvenes danzaban alrededor de un carro de oro, arrancando melodías maravillosas a los címbalos y las flautas. Las risas interrumpían la música y los danzantes hacían cabriolas.
Pero en el carro, ¡Ay… Teseo!, en ese carro viajaba el hombre más bello que ojos hayan visto. Y los suyos me descubrieron.
Descendió, se acercó a mí y, a pesar de mis párpados hinchados, de mi piel roja por la ira, acarició mi cabeza y exclamó que era más hermosa que Venus, pidió una copa de vino, y tendiéndomela me ofreció:
- Sé mi esposa, te volveré inmortal.-
No hay varón más perfecto que Dioniso. Amado como es por dioses y mortales nos rodea la alegría, la pasión y, los placeres.
Para evitarme la nostalgia, preparó un largísimo viaje por las ciudades de los hombres. Luego, ya instalados en la morada inmortal, nos dimos el uno al otro cuatro hijos, dignos de su cuna. Hemos sido tan felices, que en reconocimiento a nuestro amor, Dionisio, ha convertido la diadema que me obsequiara el día de nuestra boda en una constelación, que siempre recuerde nuestra unión.
Ariadna
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Comenzaba a amanecer...
Una ligera claridad vestía con fantasmas
las ventanas.
Sobre mi piel, dibujándose un mapa de fríos
contra la ardiente llamarada del enojo.
Montoncitos de sal se desprendían
de mis yemas.
Sinrazones del amor,
congojas,
engaños de los cuerpos distantes
que no aciertan a encontrarse.
Le había dicho: "querría acariciarte".
No había dicho:
"poner mi mano en tu pecho y sentir que estamos vivos".
Recordar, en fin, una caricia...
Como espumita del mar,
como el sol de la mañana,
con aroma de glicinas,
y suavidades de nanas...
Así quería acercarme y no podía.
Lo veía tan cerca y faltaba una palabra...
"Tengo el corazón de quince años",
"lo siento", respondió.
No supe más, me vencía el sueño...
Catatonías del amor,
¡ay... cuanto sueño...!
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-¿A dónde viviríamos? Me preguntaba él, que era hombre de fortuna, jugando con la idea de abandonarlo todo, para vivir un amor clandestino.
- Al borde del mar claro, en una playa con pinar.-
- ¿Sabes pescar?.-
- No. Pero vos cazarías ballenas.-
- ¡Nada menos!.-
- Nada menos.- Y nos reíamos como tontos. Porque el amor, al inicio tiene mucho de inocencia.
Con el pasar de las hojas, alguna vez lo repetimos y a un tiempo, a ambos, los ojos se nos llenaron de lágrimas.
La promesa se había amasado con nostalgia.
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Iba tu boca recorriendo mi espalda, yo atenta a la inminencia de una dentellada, cuando de pronto vi a la luna poner botones de nácar sobre los lomos de los libros que se amontonan en la mesa de luz.
Quise estirar la mano para catar la suavidad de esa inesperada madreperla, pero la tuya, más rápida, retuvo mi brazo a lo largo de mi cuerpo.
Ajeno a las tentaciones de la luna, volviste a demorar tu juego, yo cerré los ojos para no perderme en el claroscuro de la noche, y concentrada me entregué a la llama viva de tu aliento.
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Pero lo dejaba hacer y en su fe, fingiéndole que cada noche era una mujer nueva, renacida de sus manos de alfarero.
© Ana di Cesare. De "Sobre lo Perdido y reencontrado"
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Recuerdo bien la favela.
Cruz inoportuna
encarnada detrás de la lagoa.
Invisible cicatriz del morro,
que mirábamos sin ver
entre emanaciones de fado e imposibles de vino verde.
Aún así llegaba con libertades de goce,
humus de axilas,
olor venéreo,
a nuestras pretendidas ingenuidades
que no acertaban a reprimir ojos ni dedos.
Por eso titilaban partículas de oro
en los atardeceres,
sobre las pantorrillas, los muslos
y los bíceps
de los descastados.
Vi peces articularse
en los charcos rociados
por los baldes vacíos
de la desesperanza.
Vi los ladrillos heridos
en las paredes abiertas
como bocas deseantes
y, he visto a la tormenta echar cuesta abajo el panorama,
para amasar un barro de células,
hojalata y espanto.
Vi secuestrar y curar
a ritmo de feijoada.
Como siempre,
este embudo americano,
exuberante y
dramático,
mágico y
sencillo,
como un puñal ardiente
sobre las pobres mariposas
de la tierra.
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Si de tanta página echada entre las suertes:
principio o fin de la rayuela,
si como un Tantalon, arco o playa mansa,
como piedra de suertes en trueque anticipado,
como finas hebras de un tapiz del oriente alzando vuelo
pudiera conocer, un genio inquieto,
el agosto azucarado
de la semilla sutil que dio a la tierra.
La próspera cosecha de metáforas
del fiel custodio de sus eras.
Miel de azahares, caería por sus dedos.
Y aguas sin mar, darían bautismo a lo callado.
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